Que debemos buscar la felicidad en las pequeñas cosas de cada día es algo que todos hemos oído una y mil veces. En libros, películas (se me viene a la cabeza Amelié, una de mis favoritas), anuncios de televisión, incluso graffitis, se nos exhorta a mirar a nuestro alrededor y ver la belleza que subyace en todo lo que nos rodea. Ya.
Esto es mucho más fácil de decir que de hacer, y más aún si estás con la cabeza metida en el agujero de la autocompasión, contemplando tus miserias interiores desde todos los ángulos posibles. Pero uno de los propósitos de este blog es, precisamente, echar fuera toda esa mierda y encontrar en cada día algo bueno por lo que merezca la pena seguir tirando hacia delante. Y tengo claro que ese “algo” debo buscarlo en pequeños momentos, instantes más o menos largos en que me siento bien, alineada y en armonía con lo que me rodea, da igual que sea en la quietud de una biblioteca, aspirando el olor del papel usado, un olor a polvo y cuentos infantiles, que en medio de una calle rodeada de cientos de personas y con el estruendo del tráfico de fondo. Porque creo que es imposible cimentar la felicidad, una felicidad auténtica, no la euforia pasajera que viene y se va en una misma ráfaga de viento, sólo en grandes acontecimientos.
Así, voy a inaugurar una sección, la primera en este blog, que se va a llamar, precisamente “pequeñas cosas”, con uno de estos pequeños momentos: un atardecer sobre la torre del reloj de Puerta del Sol, desde la ventana de mi casa.
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