El sol entra a raudales por la cristalera de la terraza, bañándolo todo con una luz brillante y metalizada, y dándole a las paredes encaladas un matiz incandescente.
Las plantas de hierbabuena y tomillo desprenden su aroma que, junto al olor a tierra mojada de los semilleros, me transportan, si cierro los ojos, a otro lugar, otro tiempo, donde la vida era más fácil y el cielo más azul.
Sobre la mesa de baquelita descansa un libro a medio leer, y el marcador semeja una puerta, una ruta de escape que parece llamarme y decirme "no temas, aquí dentro estarás a salvo de todo lo que te atormenta".
Junto al libro, una taza de café humeante, la segunda de la mañana, ésta ya por gula, que no por necesidad de sacurdirme de encima un sueño del que, a veces, sólo con mucha fuerza de voluntad consigo salir.
Por las cristalera entreabierta, junto con una ligera brisa, se cuelan en la terraza los sonidos de la calle, atenuados por la distancia, la amalgama de músicas de todos los rincones del mundo que artistas callejeros interpretan abajo, en la plaza.
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